Un sólo centímetro cúbico cura diez sentimientos melancólicos.



El Jugador. Dostoievsky

-Habla usted con máximas. Supone solamente que no sé como mostrar mi dignidad. Que, aun cuando sea un hombre digno, no sé comportarme con dignidad. ¿Cree usted que esto puede ser? Pero todos los rusos son así, ¿y sabe usted por qué? Porque los rusos están dotados demasiado rica y diversamente para encontrar en seguida una forma que les convenga. Aquí lo que importa es la forma. Nosotros los rusos estamos, por lo común, tan ricamente dotados, que nos falta genio para encontrar una forma conveniente. Y con frecuencia carecemos de genio, porque el genio, por lo general, es muy raro. En los franceses, y acaso también en algunos otros europeos, la forma está tan bien determinada, que se pueden tener actitudes extremadamente dignas aun siendo el hombre más indigno del mundo. He aquí por qué la forma tiene tanta importancia para ellos. El francés soporta sin parpadear una ofensa, una ofensa profunda, verdadera, pero no soportará un pellizco en la nariz, porque significa una derogación de los convencionalismos admitidos y de la forma tradicional. Si los franceses tienen tanto éxito como nuestras muchachas es porque tienen buenas formas. En cuanto a mí, por lo demás, no veo en ello forma alguna, sino un gallo, le coq gaulois. Sin embargo, no puedo comprender esto: no soy mujer. Quizá los gallos tengan algo bueno. Pero estoy diciendo tonterías y usted no me detiene. Deténgame con más frecuencia. Cuando hablo con usted, tengo deseos de decir todo lo que se me ocurre, todo, todo. Pierdo toda clase de formas. Reconozco incluso que no solamente no tengo formas, sino que estoy desprovisto de todo mérito. Lo confieso. Ni siquiera me preocupa ningún mérito. Ahora todo se ha inmovilizado en mí. Usted sabe la causa. No tengo en la cabeza ni una sola idea. Hace mucho tiempo que no sé lo que pasa en el mundo, ni en Rusia, ni aquí. Vea usted: he pasado por Dresde y he olvidado a qué se parece esa ciudad. Usted sabe perfectamente qué era lo que me absorbía. Como no tengo ninguna esperanza y no significo nada para usted, le hablo con toda franqueza: solamente veo a usted en todas partes y lo demás me tiene sin cuidado. Por qué y cómo la quiero, no lo sé. ¿No sabe usted que acaso no tenga nada de hermosa? ¿Puede imaginarse que ni siquiera sé si es usted bella o no, ni siquiera de rostro? Seguramente su corazón es malo, y muy verosímilmente su alma carece de nobleza.
-¿Acaso porque no cree usted en mi nobleza piensa comprarme con dinero?
-¿Cuando he pensado comprarla?- pregunté.
-Se ofusca y pierde el hilo. Si no a mí, espera comprar mi consideración.
-No, no es exactamente eso. Le he dicho que me era difícil explicarme. Usted me abruma. No tome a mal mi charla. Comprende usted muy bien por qué no es posible enojarse conmigo: sencillamente, estoy loco. Además esto no me importa, enójese si quiere. Arriba, en mi cuarto, me baste recordar o imaginar el roce de sus ropas para estar dispuesto a morderme los dedos. ¿Por qué se enfada usted conmigo? ¿Porque me declaro su esclavo? ¡Aprovéchese, aprovéchese de mi esclavitud! ¿Sabe usted que un día la mataré? No por celos, ni porque haya dejado de quererla, no. La mataré simplemente porque hace días que tengo deseos de devorarla. Ríase...
- No me río en absoluto -dijo ella, furiosa-. Le ordeno que se calle.
Se detuvo sofocando su cólera. Dios es testigo de que no sé si es bonita o no, pero me gusta mirarla cuando se detiene así ante mí; por eso me gusta provocar su cólera. Quizás ella lo había advertido y se enojaba intencionadamente. Se lo dije.
-¡Qué infamia! -exclamó con repugnancia.
-Me tiene sin cuidado - repliqué-. Sepa que es peligroso que nos paseemos juntos: a veces siento el deseo irresistible de pegarle, de desfigurarla, de estrangularla. ¿Cree usted que no llegaré a tanto? Me saca usted de quicio. ¿Supone que temo el escándalo? ¿Su cólera? ¡Me río de su cólera! La amo sin esperanza y sé que después de esto la amaré mil veces más. Si la mato un día, será preciso que me mate también. Pues bien, me mataré lo más tarde posible, para experimentar sin usted este sufrimiento intolerable. Sepa usted una cosa increíble: la amo cada día más, y, sin embargo, es casi imposible. ¡Y quiere usted que no sea fatalista! Recuérdelo: anteayer, en el Schlangenberg, le dije en voz baja cuando me provocó usted: "Diga una palabra y me arrojo por el precipicio." Si usted hubiese dicho la palabra, habría saltado. Lo cree, ¿verdad?
-¡Qué charla tan estúpida! -exclamó.
-¡Me importa un bledo que sea estúpida o no! -dije-. Sé que cuando usted está adelante necesito hablar, hablar, hablar..., y hablo. En su presencia pierdo todo amor propio y todo me tiene sin cuidado.
-¿Por qué tenía que obligarle a arrojarse desde lo alto del Schlangenberg? -me dijo secamente con un tono particularmente ofensivo-. Era completamente inútil.
-¡Admirable! -exclamé-. Ha empleado usted ese admirable "inútil" con el propósito de abrumarme. La veo como es. ¿Inútil, dice? Pero el placer es siempre útil, y de un poder absoluto, sin límites, aunque sea sobre una mosca, es también una especie de goce. El homber es déspota por naturaleza: le gusta hacer sufrir. A usted le gusta esto por encima de todo.
Recuerdo que me examinaba con una atención particular. Sin duda mi rostro expresaba entonces todas la sensaciones absurdas y extravagantes que yo experimentaba. Recuerdo ahora que nuestra conversación se desarrolló casi exactamente en los términos que traslado aquí. Mis ojos estaban inyectado en sangre. La espuma subía a mis labios. Y por lo que se refiere al Schlangenberg, juro por mi honor, hasta en este momento, que si me hubiese ordenado que me arrojara abajo, lo habría hecho. Incluso si lo hubiera dicho por broma, con desprecio y escupiéndome, también me habría arrojado.

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