Un sólo centímetro cúbico cura diez sentimientos melancólicos.




Andábamos sin buscarnos pero sabiendo que andábamos para encontrarnos.

Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y comenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida para mí para dibujarla con mi mano en tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja.

Sabía que estaba otra vez de su lado, que no se había ahogado, que él la estaba sosteniendo a flor de agua y en el fondoera una lástima. Los dos se sintieron en el mismo instante, y resbalaron el uno hacia el otro como para caer en ellos mismos, en la tierra común de las palabras y las caricias y las bocas los envolvían como la circunferencia al círculo, esas metáforas tranquilizadoras, esa vieja tristeza satisfecha de volver a ser el de siempre, de continuar, de mantenerse a flote contra el viento y marea, contra el llamado y la caída.

Y así es como los que nos iluminan son los ciegos. Así es cómo alguien, sin saberlo, llega a mostarte irrefutable un camino que por su parte sería incapaz de seguir.

Me miras de cerca, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez más cerca y los ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respiando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios...Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber silultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento temblar contra mí como una luna en el agua.

Que a cada sucesiva derrota hay una acercamiento a la mutación final, y que el hombre no es sino que busca ser, proyecta ser, manoteando entre palabras y conducta y alegría salpicada de sangre y otras retóricas como esta.

Orbitas aisladas, de cuando en cuando dos manos que se estrechan, una charla de cinco minutos, un día en las carreras, una noche en la ópera, un velorio donde todos se sienten un poco más unidos (...) Cómo nos odiamos todos, sin saber que el cariño es la forma presente de ese odio, y cómo la razón de ese odio profundo es esta excentración, es espacio insalvable entre yo y vos, entre esto y aquello.


Esta noche al oído me has dicho dos palabras
comunes. Dos palabras cansadas
de ser dichas. Palabras
que de viejas son nuevas

Dos palabras tan dulces, que la luna que andaba
filtrando entre las ramas
se detuvo en mi boca. Tan dulces dos palabras
que una hormiga pasea por mi cuello y no intento
moverme para echarla.

Tan dulces dos palabras
que digo sin quererlo: -¡oh, qué bella, la vida!-
Tan dulces y tan mansas
que aceites olorosos sobre el cuerpo derraman

Tan dulces y tan bellas
que nerviosos, mis dedos,
se mueven hacia el cielo imitando tijeras.
Oh, mis dedos, quisieran
cortar estrellas.

El hombercito vestido de gris

Había una vez un hombre que siempre iba vestido de gris.

Tenía un traje gris,

tenía un sombrero gris,

tenía una corbata gris y un bigotito gris.

El hombrecito vestido de gris hacía

cada día las mismas cosas.

Se levantaba al son del despertador.

Al son de las radio, hacía un poco de gimnasia.

Tomaba una ducha, que siempre estaba bastante fría,

tomaba el desayuno que siempre estaba bastante caliente,

tomaba el autobús, que siempre estaba bastante lleno,

Y leía el periódico que siempre decía las mismas cosas.

Y, todos los días, a la misma hora,

se sentaba en su mesa de la oficina.

A la misma hora.

Ni un minuto más, ni un minuto menos.

Todos los días, igual.

El despertador tenía cada mañana el mismo zumbido.

Y esto le anunciaba que el día que amanecía era

exactamente igual que el anterior.

Por eso, nuestro hombrecito del traje gris,

tenía también la mirada de color gris.

Pero nuestro hombre era gris sólo por fuera.

Hacia adentro… ¡un verdadero arco iris!

El hombrecito soñaba con ser cantante de ópera.

Famoso.

Entonces, llevaría trajes de color rojo, azul, amarillo… trajes brillantes y luminosos.

Cuando pensaba en aquellos cosas,

el hombrecito se emocionaba.

Se le hinchaba el pelo de notas musicales,

parecía que le iba a estallar.

Tenía que correr a la terraza y…

-¡Laaa-lala la la la laaa…!

El canto que llenaba sus pulmones volaba hasta las nubes.

Pero nadie comprendía a nuestro hombre.

Nadie apreciaba

su arte.

Los vecinos que regaban las plantas,

como sin darse cuenta,

Le echaban una rociada con la regadera.

Y el hombrecito vestido de gris entraba en su casa,

calado hasta los huesos.

Algún tiempo después las cosas se complicaron más.

Fue una mañana de primavera.

Las flores se despertaban en los rosales.

Las golondrinas tejían en el aire

Maravillosas telas invisibles.

Por las ventanas abiertas se colaba

Un olor a jardín recién regado.

De pronto, el hombrecito vestido de gris comenzó a cantar:

-¡Granaaaadaa…!

En la oficina.

Se produjo un silencio terrible.

Las maquinas de escribir se enmudecieron.

Y don Perfecto, el Jefe de Planta,

le llamó a su despacho con gesto amenazador.

Y, después de gritarle de todo, terminó diciendo:

-¡Ya lo sabe! Si vuelve a repetirse, lo echaré a la calle.

Días más tarde, en una cafetería, sucedió otro tanto.

El dueño, con cara de malas pulgas, le señaló

un letrero que decía:



Y lo echó amenazándole con llamar a un guardia.

Nuestro hombre pensó y pensó.

¡No podía perder su empleo!

Tampoco quería andar por el mundo expuesto a

que lo echaran

de todas partes,

Y, al fin, se le ocurrió una brillante idea.

Al día siguiente, fingió tener un fuerte dolor de muelas.

Se sujetó la mandíbula con un pañuelo

y fue a su trabajo.

Así no podía cantar.

¡Aunque quisiera!

Y día tras día, año tras año, estuvo nuestro hombrecito,

con su pañuelo atado,

Fingiendo un eterno dolor de muelas.


La historia termina así.

Así de mal. Así de triste.

La vida pone, a veces, finales

tristes a las historias.

pero a muchas personas

no les gusta leer finales

tristes; para ellos hemos

inventado un final feliz…


Pero, nuestro pobre hombrecito,

merecía que le dieran una

oportunidad.

Así que…

Cierto día, conoció a un director de orquesta.

Y éste quiso oírle cantar.

El hombrecito, muy contento, pero con un poco de miedo,

salió al campo con el director

de orquesta.

Y allí, rodeado de flores y de pájaros,

nuestro hombrecito se quitó el pañuelo

y cantó mejor que nunca.

El director de orquesta

estaba tan entusiasmado

que lo contrató para inaugurar la

temporada del Teatro de la Opera.

Y la noche de su presentación,

que se anunció en todos los periódicos,

don Perfecto, el Jefe de Planta,

los vecinos que le habían regado,

el dueño de la cafetería

y todos los que le había perseguido

con sus risas,

hicieron cola y compraron entradas

para oírle cantar.

Y asistieron al triunfo del hombrecito.

Y el hombrecito quemó todos sus trajes

y corbatas de color gris.

Tiró por la ventana el despertador.

Se afeitó el bigotito de color gris

y nunca, NUNCA MÁS, volvió a tener

la mirada de color gris.


¿Fin?



No rain - Blind Melon



Todo lo que puedo decir es que mi vida es bastante sencilla
Me gusta mirar los charcos que juntan la lluvia
Y lo único que puedo hacer es preparar un té para dos
Y expresar mi punto de vista, pero esto no es sensato, esto no es sensato.
Solo quiero que alguien me diga
"Siempre estaré ahí cuando despiertes"
Y sabes que me gustaría mantener mis mejillas secas hoy
Así que quédate conmigo para poder hacerlo
Y no entiendo por qué duermo todo el día
Y comienzo a quejarme de que aquí no llueve
Y todo lo que puedo hacer es leer un libro para mantenerme despierto
Esto rasga mi vida sin cesar, pero es un gran escape... escape... escape...escape...
Todo lo puedo decir es que mi vida es bastante sencilla
No te gusta mi punto de vista
Y piensas que soy insensato
Esto no es sensato... esto no es sensato
Solo quiero que alguien me diga
"Siempre estaré ahí cuando despiertes"
Ya sabes que me gustaría mantener mis mejillas secas hoy
Así que quédate conmigo para poder hacerlo.

Apareció Caín - Stephen King

Garrish salió del resplandeciente sol de mayo y pasó al frescor del vestíbulo. Le costó un poco enfocar la vista y en un primer momento Harry el Castor no fue más que una voz incorpórea saliendo de las sombras.

-Era una zorra, ¿verdad? –preguntó Castor-. ¿Verdad que era una zorra?

-Sí –contestó Garrish-. Fue difícil.

Ahora pudo fijar sus ojos en Castor. Se estaba frotando los granos de la frente y le sudaban las orejas. Llevaba sandalias y una camiseta con el número 69 y una chapa en la parte delantera que ponía: “Bienvenido es un pervertido”. Los enormes dientes delanteros de Castor se distinguían en la oscuridad.

-Iba a dejarlo en enero –explicó Castor-. Me lo repetí una y otra vez mientras todavía tenía tiempo. Pero pasaron las recuperaciones y ya fue cuestión de volver a intentarlo o dejar el curso incompleto. Creo que he suspendido, Curt. Estoy seguro.

La gobernanta estaba en la esquina, junto a los buzones. Era una mujer muy alta que se parecía a Rodolfo Valentino. Estaba intentando ajustarse un tirante del sostén por el sobaco sudado de su traje con una mano, mientras con la otra ponía una chincheta a una hoja de salida de dormitorio.

-Muy difícil –repitió Garrish.

-Quise copiar algo de ti, pero no me atreví, aquel tío tiene ojos de águila. ¿Crees que sacaste un diez?

-A lo mejor he suspendido –dijo Garrish.

-¿Crees que tú suspendiste? –exclamó el Castor-. Crees que…

-Voy a ducharme, ¿vale?

-Claro, Curt. ¿Fue este tu último examen?

-Sí. Lo fue.

Garrish cruzó el vestíbulo, empujó la puerta y empezó a subir por la escalera. El hueco olía a sudor rancio. Siempre la dichosa escalera. Su habitación estaba en el quinto piso.

Quinn y aquel idiota del tercero, el de las piernas peludas, le adelantaron lanzándose una pelotita. Un pequeño, con gafas de montura de concha y un incipiente principio de barba, le cruzó entre el cuarto y el quinto, con un libro de aritmética apretado contra su pecho como si fuera la Biblia, y desgranando un rosario de logaritmos. Tenía los ojos tan vacíos como pizarras.

Garrish se detuvo para mirarle, preguntándose si no estaría mejor muerto, pero el pequeño ya sólo era una sombra móvil en la pared. Volvió a verle una vez más y luego desapareció del todo. Garrish llegó al quinto y anduvo hasta su habitación. Pig Pen se había marchado hacía dos días. Cuatro finales en tres días y adiós muy buenas. Pig Pen sabía arreglar sus cosas. Había dejado únicamente sus cromos en la pared, dos calcetines sucios y una parodia, en cerámica, del Pensador de Rodin sentado en la tasa de un retrete.

Garrish metió la llave en la cerradura.

-¡Curt! ¡Eh, Curt!

Rollins, el imbécil encargado del piso, que había enviado a Jimmy Brody a ver al decano porque había bebido, se acercaba por el corredor, haciéndole señas con la mano. Era alto, bien plantado, con el cabello cortado a cepillo, simétrico en todo. Parecía barnizado.

-¿Has terminado todo? –preguntó Rollins.

-Sí.

-No te olvides de barrer tu habitación y llenar la hoja de incidencias, ¿de acuerdo?

-Sí.

-Pasé una hoja de incidencias por debajo de tu puerta el otro día, ¿verdad?

-Sí

-Si no me encuentras en la habitación, echa la hoja por debajo de la puerta, y la llave también.

-Está bien.

Rollins le cogió la mano y se la sacudió un par de veces, rápidamente. La mano de Rollins estaba seca y rasposa. Estrecharla era como estrechar un puñado de sal.

-Que tengas buen verano.

-Gracias.

-No trabajes demasiado.

-No.

-Úsalo, pero no abuses.

-Sí y no.

Rollins pareció desconcertado, pero se echó a reír y dijo:

-Cuídate.

Le dio una palmada en el hombro y se volvió, parándose una vez para advertir a Ron Frane que apagara el estéreo. Garrish imaginó a Rollins muerto en una cuneta con los ojos llenos de gusanos. A Rollins no le importaría. A los gusanos tampoco. O te comías el mundo o el mundo te comía a ti, y estaba bien de ambos modos.

Garrish se quedó pensativo viendo alejarse a Rollins hasta que lo perdió de vista; luego entró en su habitación.

Con el desorden ciclónico de Pig Pen desaparecido, la habitación parecí yerma y estéril. De la montaña desordenada que había sido la cama de Pig Pen no quedaba sino el colchón…manchado. Dos portadas de Playboy le contemplaban con dos suculentos pechos bidimensionales.

No había mucha diferencia en la parte de habitación correspondiente a Garrish, que siempre estaba perfectamente ordenada al estilo militar. Si dejabas caer una moneda sobre la colcha de la cama de Garrish, rebotaba. Tanto orden había crispado los nervios de Piggy. Se había graduado en inglés y su sintaxis era perfecta. A Garrish le llamaba el encasillado. Lo único que había en la pared sobre la cama de Garrish era un enorme póster de Humphrey Bogart que había comprado en la librería de la facultad. El actor llevaba una pistola automática en cada mano y lucía tirantes. Pig Pen decía que las pistolas y los tirantes eran símbolos de impotencia. Garrish no creía que Bogart hubiera sido impotente, aunque nunca había leído nada sobre él.

Se acercó a su ropero, lo abrió y sacó el gran rifle Magnum 352 de culata de nogal que su padre, un ministro metodista, le había comprado en Navidad. En marzo, él había comprado la mira telescópica.

No debían guardarse armas en la habitación, ni siquiera escopetas de caza pero no había sido difícil. Lo había sacado la víspera de la consigna de armas de la universidad, con una autorización para retirarlo, falsificada. Lo metió en su funda impermeable y lo escondió en el bosque, detrás del campo de fútbol. Luego, de madrugada, a eso de las tres, salió a buscarlo y lo llevó arriba por los dormidos corredores.

Se sentó en la cama con el rifle sobre las rodillas y sollozó. El Pensador, sentado en su taza, le estaba mirando. Garrish dejó el arma sobre la cama, cruzó la estancia y de un manotazo lo hizo caer de la mesa al suelo, donde se hizo añicos. Llamaron a la puerta. Garrish metió el rifle debajo de la cama.

-Entre.

Era Bailey, en calzoncillos. No había futuro para Bailey. Se casaría con una chica estúpida y tendría hijos estúpidos. Después moriría de cáncer o de una insuficiencia renal.

- ¿Cómo estuvo el final de Química, Curt?

- Muy bien.

- Me preguntaba si podrías prestarme tus apuntes. Yo lo tengo mañana.

- Lo siento, pero los quemé con todo lo que no me servía.

- ¡Oh, Dios mío! ¿Lo ha hecho Piggy?-Señalando los restos del Pensador.

- Creo que sí.

- ¿Por qué lo hizo? A mí me gustaba. Iba a comprárselo.

Bailey tenía facciones como de ratón. Los calzoncillos le colgaban por detrás. Garrish podía ver cómo sería con el tiempo, cómo moriría de enfisema o de algo, metido en una tienda de oxígeno. Tendría un tono amarillento. Yo no podría ayudare, pensó Garrish.

- ¿Crees que le importaría si me quedará con sus tetadas?

- Supongo que no.

- Bien. – Bailey cruzó la habitación, eludiendo cuidadosamente con sus pies desnudos los fragmentos de cerámica, y quitó las chinchetas de las portadas de Playboy-. Esta fotografía de Bogart es realmente asombrosa- dijo-. ¡Sin tetas, pero...! Oye- Miró a Garrish para ver si sonreía. Al ver que no lo hacía, le preguntó-: Supongo que no piensas tirarla o algo así, ¿verdad?

- No. Mira, pensaba tomar una ducha, si no te importa.

- Bueno. Que tengas un buen verano, Curt.

- Gracias.

Bailey se dirigió a la puerta meneando el fondillo del calzoncillo. Se detuvo y preguntó:

- ¿Cuatro puntos para este semestre Curt?

- Como mínimo.

- Enhorabuena. Hasta el curso que viene.

Salió y cerró la puerta. Garrish se quedó sentado en la cama un momento, luego sacó el rifle, lo desmontó y lo limpió. Se acercó el cañón al ojo y contempló el pequeño círculo de luz al otro extremo. El cañón estaba limpio. Volvió a montar el arma.

En el tercer cajón de su escritorio había tres cajas de balas de Winchester. Las colocó en el alféizar de la ventana. Cerró con llave la puerta del cuarto y volvió a la ventana. Subió las persianas.

La explanada estaba salpicada de estudiantes que paseaban. Quinn y su amigo idiota estaban jugando con una pelota. Corrían de un lado a otro como hormigas huyendo de un hormiguero aplastado.

- Voy a decirte algo –dijo Garrish a Bogart-: Dios se enfureció con Caín porque éste suponía que Dios era vegetariano. Su hermano lo veía de otro modo. Dios hizo el mundo a SU imagen, y si no te comes al mundo, el mundo te come a ti. Así que Caín va y le dice a su hermano: “¿Por qué no me lo dijiste?” Y su hermano contesta: “¿Por qué no me escuchaste?” Y Caín dice: “Esta bien, ahora te escucho.” Así que se carga a su hermano y luego dice: “¡Eh, Dios! ¿Quieres carne? ¡Aquí la tienes! ¿Quieres lomo, chuletas o qué?” Y Dios le dice que se prepare… ¿No es gracioso?

Bogart no contestó.

Garrish abrió la ventana y apoyó los codos en el alféizar, sin dejar que al cañón del rifle le diera el sol. Puso el ojo en la mira.

Lo tenía apuntando al dormitorio de chicas del Carlton Memorial, del otro lado de la explanada. Carlton era popularmente conocido como “la perrera”. Situó la cruz de la mira sobre una furgoneta Ford. Una rubia con tejanos y una blusa azul pálido estaba hablando con sus padres, mientras su padre, rubicundo y calvo, cargaba las maletas en el coche.

Alguien llamó a la puerta.

Garrish esperó.

Volvieron a llamar.

- ¿Curt? Te daré medio pavo por el póster de Bogart.

Bailey.

Garrish no contestó. La chica y su madre se reían de algo, sin saber que sus intestinos estaban llenos de bacterias que comían y se multiplicaban. El padre se reunía con ellas y se quedaron juntos al sol, un retrato de familia en la cruz de la mira.

-¡Maldita sea!- protestó Bailey, sus pasos se oyeron pasillo abajo.

Garrish apretó el gatillo.

El rifle retrocedió contra su hombro, el retroceso blando y perfecto que recibes cuando has apoyado el arma exactamente en el punto apropiado. La cabeza rubia de la muchacha sonriente se desintegró.

Su madre siguió sonriendo por un instante y luego se llevó la mano a la boca, chillando. Garrish le disparó. Mano y cabeza se desintegraron en un estallido rojo. El padre, que había estado cargando las maletas, echó a correr. Garrish le siguió y le disparó a la espalda.

Levantó la cabeza, abandonando la mira por un momento. Quinn sostenía la pelota y contemplaba los sesos de la chica rubia que habían salpicado el cartel de PROHIBIDO APARCAR que había detrás de su cuerpo tendido. Quinn no se movió. En toda la explanada la gente se había quedado petrificada, como niños jugando a estatuas.

Alguien volvió a llamar a la puerta y sacudió el picaporte. Otra vez Bailey:

- ¿Curt? ¿Estás bien, Curt? Creo que alguien ha…

- Muy bien, buen Dios, ¡vamos allá! –exclamó Garrish y disparó a Quinn, pero el tiro salió desviado. Quinn echó a correr. Bien. El segundo disparo le dio en el cuello y le arrojó cinco metros adelante.

- ¡Curt Garrish se está matando!- chillaba Bailey-. ¡Rollins! ¡Rollins! ¡Ven, aprisa!

Sus pasos volvieron a pederse por el corredor. Ahora todos echaban a correr. Garrish oía cómo gritaban, y el apagado rumor de los pies en la explanada.

Miró a Bogart, que empuñaba sus dos pistolas y miraba por encima de él. Contempló los restos esparcidos del Pensador de Piggy y se preguntó que estaría haciendo Piggy hoy; ¿durmiendo, viendo la televisión, disfrutando de un maravillosos ágape?

¡Cómete el mundo Piggy!, pensó Garrrish. ¡Hay que tragarlo de golpe!

- ¡Garrish! –Ahora era Rollins el que golpeaba la puerta-. ¡Abre, Garrish!

- Se ha encerrado –jadeó Bailey. Tenía mala cara. Se ha matado, lo sé.

Garrish volvió a sacar el cañón por la ventana. Un muchacho con una camisa a cuadros estaba en cuclillas detrás de un seto, espiando las ventanas de los dormitorios con desesperación. Querías escapar, correr, Garrish lo sabía, pero sus piernas estaban yertas.

- Buen Dios, vamos allá – murmuró Garrish, y empezó a disparar de nuevo.