Un sólo centímetro cúbico cura diez sentimientos melancólicos.



XXXVI

Fue una espera interminable. No sé cuánto tiempo pasó en los relojes, de este tiempo anónimo y universal de los relojes, que es ajeno a nuestros sentimientos, a nuestros destinos, a la formación o al derrumbe de un amor, a la espera de una muerte. Pero de mi propio tiempo fue una cantidad inmensa y complicada, lleno de cosas y vueltas atrás, un río oscuro y tumultuoso a veces, y a veces extrañamente calmo y casi mar inmóvil y perpetuo donde María y yo estábamos frente a frente contemplándonos estáticamente, y otras veces volvía a ser río y nos arrastraba como en un sueño a tiempos de infancia y yo la veía correr desenfrenadamente en su caballo, con los cabellos al viento y los ojos alucinados, y yo me veía en mi pueblo del sur, en mi pieza de enfermo, con la cara pegada al vidrio de la ventana, mirando la nieve con ojos también alucinados. Y era como si los dos hubiéramos estado viviendo en pasadizos o túneles paralelos, sin saber que íbamos el uno al lado del otro, como almas semejantes en tiempos semejantes, para encontrarnos al fin de esos pasadizos, delante de una escena pintada por mí como clave destinada a ella sola, como un secreto anuncio de que ya estaba yo allí y que los pasadizos se habían por fín unido y que la hora del encuentro había llegado.
¡La hora del encuentro había llegado! Pero ¿realmente los pasadizos se habían unido y nuestras almas se habían comunicado? ¡Qué estúpida ilusión mía había sido todo esto! No, los pasadizos seguían paralelos como antes, aunque ahora el muro que los separaba fuera como un muro de vidrio y yo pudiera verla a María como una figura silenciosa e intocable... No, ni siquiera ese muro era siempre así: a veces volvía a ser piedra negra y entonces yo no sabía qué pasaba del otro lado, qué era de ella en esos intervalos anónimos, qué extraños sucesos acontecían; y hasta pensaba que en esos momentos su rostro cambiaba y que una mueca de burla lo deformaba y que quizá había risas cruzadas con otro y que toda la historia de los pasadizos era una rídicula invención o creencia mía y que en todo caso había un solo túnel, oscuro y solitario: el mío, el túnel en que había transcurrido mi infancia, mi juventud, toda mi vida.
Y en uno de esos trozos transparentes del muro de piedra yo había visto a esta muchacha y había creído ingenuamente que venía por otro túnel paralelo al mío, cuando en realidad pertenecía al ancho mundo, al mundo sin límites de los que no viven en túneles; y quizá se había acercado por curiosidad a una de mis extrañas ventanas y había entrevisto el espectáculo de mi insalvable soledad, o le había intrigado el lenguaje mudo, la clave de mi cuadro. Y entonces, mientras yo avanzaba siempre por mi pasadizo ella vivía afuera, esa vida curiosa y absurda en que hay bailes y fiestas y alegría y frivolidad. Y a veces sucedía que cuando yo pasaba frente a una de mis ventanas ella estaba esperándome muda y ansiosa (¿por qué esperándome? ¿y por qué muda y ansiosa?); pero a veces sucedía que ella no llegaba a tiempo o se olvidaba de este pobre ser encajonado, y entonces yo, con la cara apretada conta el muro de vidrio, la veía a lo lejos sonreír o bailar despreocupadamente o, lo que era peor, no la veía en absoluto y la imaginaba en lugares inaccesibles o torpes. Y entonces sentía que mi destino era infinitamente más solitario que lo que había imaginado.

El Jugador. Dostoievsky

-Habla usted con máximas. Supone solamente que no sé como mostrar mi dignidad. Que, aun cuando sea un hombre digno, no sé comportarme con dignidad. ¿Cree usted que esto puede ser? Pero todos los rusos son así, ¿y sabe usted por qué? Porque los rusos están dotados demasiado rica y diversamente para encontrar en seguida una forma que les convenga. Aquí lo que importa es la forma. Nosotros los rusos estamos, por lo común, tan ricamente dotados, que nos falta genio para encontrar una forma conveniente. Y con frecuencia carecemos de genio, porque el genio, por lo general, es muy raro. En los franceses, y acaso también en algunos otros europeos, la forma está tan bien determinada, que se pueden tener actitudes extremadamente dignas aun siendo el hombre más indigno del mundo. He aquí por qué la forma tiene tanta importancia para ellos. El francés soporta sin parpadear una ofensa, una ofensa profunda, verdadera, pero no soportará un pellizco en la nariz, porque significa una derogación de los convencionalismos admitidos y de la forma tradicional. Si los franceses tienen tanto éxito como nuestras muchachas es porque tienen buenas formas. En cuanto a mí, por lo demás, no veo en ello forma alguna, sino un gallo, le coq gaulois. Sin embargo, no puedo comprender esto: no soy mujer. Quizá los gallos tengan algo bueno. Pero estoy diciendo tonterías y usted no me detiene. Deténgame con más frecuencia. Cuando hablo con usted, tengo deseos de decir todo lo que se me ocurre, todo, todo. Pierdo toda clase de formas. Reconozco incluso que no solamente no tengo formas, sino que estoy desprovisto de todo mérito. Lo confieso. Ni siquiera me preocupa ningún mérito. Ahora todo se ha inmovilizado en mí. Usted sabe la causa. No tengo en la cabeza ni una sola idea. Hace mucho tiempo que no sé lo que pasa en el mundo, ni en Rusia, ni aquí. Vea usted: he pasado por Dresde y he olvidado a qué se parece esa ciudad. Usted sabe perfectamente qué era lo que me absorbía. Como no tengo ninguna esperanza y no significo nada para usted, le hablo con toda franqueza: solamente veo a usted en todas partes y lo demás me tiene sin cuidado. Por qué y cómo la quiero, no lo sé. ¿No sabe usted que acaso no tenga nada de hermosa? ¿Puede imaginarse que ni siquiera sé si es usted bella o no, ni siquiera de rostro? Seguramente su corazón es malo, y muy verosímilmente su alma carece de nobleza.
-¿Acaso porque no cree usted en mi nobleza piensa comprarme con dinero?
-¿Cuando he pensado comprarla?- pregunté.
-Se ofusca y pierde el hilo. Si no a mí, espera comprar mi consideración.
-No, no es exactamente eso. Le he dicho que me era difícil explicarme. Usted me abruma. No tome a mal mi charla. Comprende usted muy bien por qué no es posible enojarse conmigo: sencillamente, estoy loco. Además esto no me importa, enójese si quiere. Arriba, en mi cuarto, me baste recordar o imaginar el roce de sus ropas para estar dispuesto a morderme los dedos. ¿Por qué se enfada usted conmigo? ¿Porque me declaro su esclavo? ¡Aprovéchese, aprovéchese de mi esclavitud! ¿Sabe usted que un día la mataré? No por celos, ni porque haya dejado de quererla, no. La mataré simplemente porque hace días que tengo deseos de devorarla. Ríase...
- No me río en absoluto -dijo ella, furiosa-. Le ordeno que se calle.
Se detuvo sofocando su cólera. Dios es testigo de que no sé si es bonita o no, pero me gusta mirarla cuando se detiene así ante mí; por eso me gusta provocar su cólera. Quizás ella lo había advertido y se enojaba intencionadamente. Se lo dije.
-¡Qué infamia! -exclamó con repugnancia.
-Me tiene sin cuidado - repliqué-. Sepa que es peligroso que nos paseemos juntos: a veces siento el deseo irresistible de pegarle, de desfigurarla, de estrangularla. ¿Cree usted que no llegaré a tanto? Me saca usted de quicio. ¿Supone que temo el escándalo? ¿Su cólera? ¡Me río de su cólera! La amo sin esperanza y sé que después de esto la amaré mil veces más. Si la mato un día, será preciso que me mate también. Pues bien, me mataré lo más tarde posible, para experimentar sin usted este sufrimiento intolerable. Sepa usted una cosa increíble: la amo cada día más, y, sin embargo, es casi imposible. ¡Y quiere usted que no sea fatalista! Recuérdelo: anteayer, en el Schlangenberg, le dije en voz baja cuando me provocó usted: "Diga una palabra y me arrojo por el precipicio." Si usted hubiese dicho la palabra, habría saltado. Lo cree, ¿verdad?
-¡Qué charla tan estúpida! -exclamó.
-¡Me importa un bledo que sea estúpida o no! -dije-. Sé que cuando usted está adelante necesito hablar, hablar, hablar..., y hablo. En su presencia pierdo todo amor propio y todo me tiene sin cuidado.
-¿Por qué tenía que obligarle a arrojarse desde lo alto del Schlangenberg? -me dijo secamente con un tono particularmente ofensivo-. Era completamente inútil.
-¡Admirable! -exclamé-. Ha empleado usted ese admirable "inútil" con el propósito de abrumarme. La veo como es. ¿Inútil, dice? Pero el placer es siempre útil, y de un poder absoluto, sin límites, aunque sea sobre una mosca, es también una especie de goce. El homber es déspota por naturaleza: le gusta hacer sufrir. A usted le gusta esto por encima de todo.
Recuerdo que me examinaba con una atención particular. Sin duda mi rostro expresaba entonces todas la sensaciones absurdas y extravagantes que yo experimentaba. Recuerdo ahora que nuestra conversación se desarrolló casi exactamente en los términos que traslado aquí. Mis ojos estaban inyectado en sangre. La espuma subía a mis labios. Y por lo que se refiere al Schlangenberg, juro por mi honor, hasta en este momento, que si me hubiese ordenado que me arrojara abajo, lo habría hecho. Incluso si lo hubiera dicho por broma, con desprecio y escupiéndome, también me habría arrojado.