Había una vez un hombre que siempre iba vestido de gris.
Tenía un traje gris,
tenía un sombrero gris,
tenía una corbata gris y un bigotito gris.
El hombrecito vestido de gris hacía
cada día las mismas cosas.
Se levantaba al son del despertador.
Al son de las radio, hacía un poco de gimnasia.
Tomaba una ducha, que siempre estaba bastante fría,
tomaba el desayuno que siempre estaba bastante caliente,
tomaba el autobús, que siempre estaba bastante lleno,
Y leía el periódico que siempre decía las mismas cosas.
Y, todos los días, a la misma hora,
se sentaba en su mesa de la oficina.
A la misma hora.
Ni un minuto más, ni un minuto menos.
Todos los días, igual.
El despertador tenía cada mañana el mismo zumbido.
Y esto le anunciaba que el día que amanecía era
exactamente igual que el anterior.
Por eso, nuestro hombrecito del traje gris,
tenía también la mirada de color gris.
Pero nuestro hombre era gris sólo por fuera.
Hacia adentro… ¡un verdadero arco iris!
El hombrecito soñaba con ser cantante de ópera.
Famoso.
Entonces, llevaría trajes de color rojo, azul, amarillo… trajes brillantes y luminosos.
Cuando pensaba en aquellos cosas,
el hombrecito se emocionaba.
Se le hinchaba el pelo de notas musicales,
parecía que le iba a estallar.
Tenía que correr a la terraza y…
-¡Laaa-lala la la la laaa…!
El canto que llenaba sus pulmones volaba hasta las nubes.
Pero nadie comprendía a nuestro hombre.
Nadie apreciaba
su arte.
Los vecinos que regaban las plantas,
como sin darse cuenta,
Le echaban una rociada con la regadera.
Y el hombrecito vestido de gris entraba en su casa,
calado hasta los huesos.
Algún tiempo después las cosas se complicaron más.
Fue una mañana de primavera.
Las flores se despertaban en los rosales.
Las golondrinas tejían en el aire
Maravillosas telas invisibles.
Por las ventanas abiertas se colaba
Un olor a jardín recién regado.
De pronto, el hombrecito vestido de gris comenzó a cantar:
-¡Granaaaadaa…!
En la oficina.
Se produjo un silencio terrible.
Las maquinas de escribir se enmudecieron.
Y don Perfecto, el Jefe de Planta,
le llamó a su despacho con gesto amenazador.
Y, después de gritarle de todo, terminó diciendo:
-¡Ya lo sabe! Si vuelve a repetirse, lo echaré a la calle.
Días más tarde, en una cafetería, sucedió otro tanto.
El dueño, con cara de malas pulgas, le señaló
un letrero que decía:
Y lo echó amenazándole con llamar a un guardia.
Nuestro hombre pensó y pensó.
¡No podía perder su empleo!
Tampoco quería andar por el mundo expuesto a
que lo echaran
de todas partes,
Y, al fin, se le ocurrió una brillante idea.
Al día siguiente, fingió tener un fuerte dolor de muelas.
Se sujetó la mandíbula con un pañuelo
y fue a su trabajo.
Así no podía cantar.
¡Aunque quisiera!
Y día tras día, año tras año, estuvo nuestro hombrecito,
con su pañuelo atado,
Fingiendo un eterno dolor de muelas.
La historia termina así.
Así de mal. Así de triste.
La vida pone, a veces, finales
tristes a las historias.
pero a muchas personas
no les gusta leer finales
tristes; para ellos hemos
inventado un final feliz…
Pero, nuestro pobre hombrecito,
merecía que le dieran una
oportunidad.
Así que…
Cierto día, conoció a un director de orquesta.
Y éste quiso oírle cantar.
El hombrecito, muy contento, pero con un poco de miedo,
salió al campo con el director
de orquesta.
Y allí, rodeado de flores y de pájaros,
nuestro hombrecito se quitó el pañuelo
y cantó mejor que nunca.
El director de orquesta
estaba tan entusiasmado
que lo contrató para inaugurar la
temporada del Teatro de la Opera.
Y la noche de su presentación,
que se anunció en todos los periódicos,
don Perfecto, el Jefe de Planta,
los vecinos que le habían regado,
el dueño de la cafetería
y todos los que le había perseguido
con sus risas,
hicieron cola y compraron entradas
para oírle cantar.
Y asistieron al triunfo del hombrecito.
Y el hombrecito quemó todos sus trajes
y corbatas de color gris.
Tiró por la ventana el despertador.
Se afeitó el bigotito de color gris
y nunca, NUNCA MÁS, volvió a tener
la mirada de color gris.
¿Fin?
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